Esta entrada se llama el derecho de los ajenos. ¿Quiénes son los ajenos?, quizás algunos que no conocemos, o todos lo seamos en algún momento de nuestra vida jurídica. Los ajenos son aquellas personas cuya vida, generalmente, no se encuentra regulada y protegida por el infalible brazo del derecho. Una de mis críticas habituales es que se enfatiza en aprobar e incorporar hermosos instrumentos internacionales que, para muchas personas, no representarán cambio alguno en su vida cotidiana, muchas veces penosa. He escrito una breve historia, ficticia, que gira en torno a Martín, un niño, que debe trabajar y abandonar el colegio para ayudar a su madre y hermanos. Me parece importante bajar a la realidad tanta teoría, si bien la historia descansa en mi imaginación. Una realidad que muchos niños viven a diario, donde deben trabajar, no pueden asistir al colegio, estar con sus amigos ni familia, crecen a los golpes, rodeados de violencia, y se acostumbran a vivir una historia que, por su edad, no debería corresponderles.
En este caso usaré como contraposición la Convención de los Derechos del Niño, incorporada con jerarquía constitucional por el famoso artículo 75 inciso 22 de nuestra carta magna. En particular: El artículo 6 inciso 2 que conmina a los estados a que garanticen la supervivencia y desarrollo del niño, el artículo 18, inciso 1, que prevé la incumbencia necesaria de los padres del niño en su desarrollo teniendo en cuenta su interés superior, el articulo 19 inciso 1, que dispone que los estados deberán tomar las medidas conducentes para proteger al niño contra malos tratos, físicos o mentales, descuidos o negligencia, de sus padres o las personas que los tengan bajo su cargo. Muy especialmente, el artículo 28, que consagra el derecho a la educación, el artículo 31 que dispone que los niños tendrán derecho a esparcirse, divertirse, acorde a su edad y en particular, el artículo 32, que repele toda explotación económica y el desarrollo de trabajos peligrosos o que entorpezcan la educación del niño. También cabe citar el artículo 36 que rechaza todo tipo de explotación contra el niño,
Hecho esta introducción, disfruten, o padezcan, la historia de Martín.
NIÑO
Suena el
despertador y martín, de 11 años de edad, se levanta de su cama.
Como todos los días, mira por su ventana para ver que suerte le ha
deparado el clima, en esta ocasión hay nubes, todavía rosáceas
pues son las siete de aquella mañana de Julio y el sol no ha salido.
Se dirige a otra habitación donde habitualmente desayuna con su
familia...le llaman comedor diario. Su madre no lo saluda, lo mira
con algo de compasión y apoya sobre la mesa, cubierta con un mantel
plástico, una tasa de mate cocido. Que disfrute su desayuno, de
hecho Martín lo hace, pues no tendrá demasiada comida para
enfrentar su gélida realidad. Esos breves minutos de intimidad,
calma y tranquilidad, escuchando a las primeras aves mañaneras hacen
que la vida tenga sentido, pronto sus hermanos más chicos se habrán
despertado, José de 8, María de 7 y Kevin de 5. Su madre maquilla
sus circunstancias con algo de humor, cuando sus hermanos más chicos
están en la mesa, les cuenta chistes o sube el volumen del
televisor de 20 pulgadas, aquel Telefunken carcomido por los años
pero que tantas batallas ha soportado. Martín piensa: Por qué no es
así conmigo, habré hecho algo mal?, se repite una y otra vez, a
cada paso, cada día en aquellas jornadas que parecen no tener fin.
Son las siete y
media de la mañana, martín es despedido fríamente por su madre, que
le da un beso en su cabeza, uno de aquellos besos donde la persona
apoya sus labios en señal de compromiso pero no imprime un céntimo
de afecto. El niño comienza a recorrer el camino habitual para ir
del Barrio Belgrano, situado en las afueras de Mar del Plata, hasta
la parada de colectivos que lo llevará al centro. Le divierte, en
invierno, ver como la escarcha se abre paso con cada pisada, una y
otra vez, como si el hielo le tuviese algo de respeto, también se
detiene a unas cuadras de su hogar para ver a una joven algo mayor,
pero que le atrae mucho a Martín. No piensen que es demasiado mayor,
tendrá unos 14 años, siempre con el cabello recogido, abrigada con
una prenda elegante cuyo nombre Martín no supo expresarme, va al
colegio, me comenta el niño, como yo querría, agrega, para estar con ella y
con los amigos que ya no veo. El colectivo se acerca, Martín saca su
tarjeta, cargada el día anterior y se presta a tomarlo...ha
comenzado su viaje habitual.
Ya en el centro,
exactamente en la Avenida Luro e Independencia, Martín siente que ha
pisado tierra enemiga. No por la gente, sino porque cada vez que da
el primer paso fuera de su barrio, al bajar del colectivo, recuerda a
su madre, su frialdad, su inexistente afecto e insensibilidad. En ese instante que se petrifica, se
hacen manifiestos (tanto que casi los escucha) los ruegos de la mujer
para que Martín deje el colegio: "Vos tenes que ayudar, ya
estás grandecito, tus hermanos necesitan comer"... ha comenzado
el día.
Martín me ha
comentado que lleva una mochila, pequeño detalle que debí haber
mencionado antes. En ella, porta unos cincuenta paquetes de carilina,
productos destinados a vender en la vía pública. Tiene algunos
sitios predilectos, en especial cafés, sobre todo si tienen mesas
afuera y hay valientes que, pese al clima hostil, apetecen desayunar
fuera del café. Se dirige a un bar reconocido, ubicado en la
diagonal y Rivadavia, al lado de una gran farmacia, ve que ha tenido
suerte pues, al menos, hay tres mesas ocupadas. En una había dos
señoras, en otra un hombre de unos sesenta años leyendo el diario y
en la última una joven mujer. Se acerca a las señoras que, con un
carácter agresivo y una mirada prejuiciosa le dicen, casi al
unísono, que no las moleste: "No ves que estamos desayunando",
le dice una, la otra, con algo más de piedad "No queremos,
gracias", el peso del rechazo es duro, pero peor el del
desprecio, tanto que decide no acercarse al hombre que está leyendo
el diario ya que ha tenido malas experiencias interrupiendo gente. La
joven solitaria lo llama, quizás compungida por lo que acaba de
escuchar, Martín toma un paquete de carilinas y le dice que cada
paquete está 4 pesos, la chica le da 5 y no acepta las carilinas, a
Martín no le gusta pedir, sabe que si ha dejado la escuela y se pasa
el día deambulando, que sea al menos para trabajar, de todos modos
la joven insiste tanto que quebranta la voluntad de Martín,
acostumbrado a este tipo de actitudes. Se acerca el mediodía y ya ha
pasado por varios cafés, en algunos mejor recibido que en otros, hay
uno en particular donde el encargado siempre lo echa, por lo que
Martín debe ser rápido, lo toma como un juego, como si tuviese que
ser lo suficientemente hábil para sortear la vigilancia certera del
encargado, vender sus productos y ganar algo de dinero...lo logra,
está feliz, ha sido una gran mañana con treinta (si, treinta) pesos
ganados. Si bien muchos paquetes no han sido aceptados por sus
clientes, sabe que esto alegrará a su madre pues no ha habido gasto
alguno, mas todo proviene de la caridad de los demás.
La tarde se está
agotando, el almuerzo habitual que consiste en un par de alfajores
baratos que su madre deja en su mochila, no es suficiente recarga de
energía, de todos modos el sol comienza a desaparecer y se acerca la
hora de regresar a su casa. Finalmente, con sesenta pesos ganados, su
mejor recaudación en mucho tiempo, se apresta a dirigirse a la
parada de colectivos que lo dejará en su hogar, han sido más de
nueve horas caminando la calle, yendo de café a café, del Shopping
"Los Gallegos" a la esquina de Luro e Independencia. En
estos lugares siempre le gusta ver a los chicos de otros colegios, el
conoce sólo el de su barrio, le divierte ver la variedad de
uniformes y los colores de las mochilas de los niños de su edad. Ya
en la parada se encuentra a su amigo Miguel, un poco más grande,
pero que vende encendedores desde los 9 años. Comparten la
experiencia del día, a Miguel le ha empezado a ir mejor desde que
sale en grupo, sin embargo ahora esta en soledad, con Martín, como
en los viejos tiempos, reunidos en Luro e Independencia, para
regresar a sus respectivos barrios. Ya son las seis de la tarde, la
noche ha caído y el frío se siente, llega el colectivo y emprenden
el retorno a casa.
Por fin, un alivio
invade el cuerpo de Martín, con casi media hora de viaje puede estar
en su lugar, su barrio, reconocer las casas, las veredas de pasto
húmedas por el rocío y la escarcha de la mañana, el hombre que
vive a tres cuadras y repara bicicletas que siempre lo saluda
"Martín, tuviste suerte hoy?", le dice con simpatía,
todos los días, como un ángel que le presta atención, sabe su
nombre, sus circunstancias, lo que sufre y disfruta y no lo ve como
un ajeno, un extraño de otros lares que debe desaparecer cuando cae
el sol. "Si, Cachito, hoy tuve algo de suerte, gracias",
Martín, con timidez, responde a la pregunta habitual.
Está a dos cuadras
de su casa, por fin podrá ver de vuelta a sus hermanos, Martín se
distrae exhalando el frío aire periférico para ver el vapor
que sale de su boca. De pronto, la sorpresa se presenta, siente como un par de
brazos, totalmente de la nada, lo empujan con fuerza a un terreno con
una casa abandonada, Martín siente el suelo mojado, su rostro se
empapó, se da vuelta con algo de reflejos y vislumbra a cinco jóvenes, más grandes que él. Uno de ellos lo levanta del suelo
bruscamente, otro le tapa la boca para que no grite y lo meten en la
casa abandonada. Lo llevan boca a bajo, Martín puede ver el piso,
totalmente corroído, manchado de sangre seca, vieja y olvidada, pero
sangre al fin, se asusta pero sus intentos de gritar son inútiles,
pronto se encuentra en una habitación donde los jóvenes le dan una feroz golpiza, siente las patadas, pero no dolor, su cuerpo estresado
y fortalecido por las circunstancias no duele, son golpes menos
graves que cualquier otro que su vida le da a diario, de todos modos
no es nada grato, ver desde su propia posición como las patadas de
cinco personas se repiten, una y otra vez...pronto uno de ellos dice
"Basta", gritando, con énfasis, los demás culminan la
golpiza, Martín no los reconoce pero ve que toman su mochila, la
revisan, toman el dinero que ha ganado y le vacían las carilinas
sobre su apaleado cuerpo, burlándose, en señal de
dominación..."Con esto te vas a limpiar, guacho", agrega
uno de ellos. Abandonan la casa y lo dejan en la habitación,
malherido.
Martín no tiene
fuerzas, pero se las rebusca para arrastrarse con los codos por la
casa, poco a poco va dejando atrás el abandono y se dirige al
terreno. Sus piernas están quebradas, ahora siente dolor, en su
estómago, en la espalda, en la cabeza, jamas ha tomado alcohol pero
lo que le comentaron sus vecinos acerca de una borrachera se asemeja
mucho a su estado, todo lo ve doble, triple, incluso, está realmente
mareado. El terreno quedó atrás, ahora está en la vereda, trata de
pedir ayuda, gira su cabeza y el dolor es, incluso, más
insoportable, no hay nadie alrededor, es tarde y la gente intenta
meterse rápido en sus casas, para no volver a salir. Cómo lo ha
hecho, difícil de explicar, pero un niño de 11 años, apaleado por
cinco jóvenes más grandes, con sangre exudando de su boca, sus piernas quebradas y varios órganos dañados ha recorrido las dos cuadras necesarias para llegar al jardín de ingreso a su pequeña casa. No
puede avanzar más, ya el mareo no le permite ver casi nada, como si
tuviese la vista totalmente empañada. Sus oídos se han agudizado,
escucha a sus hermanos menores jugando, como siempre, cuando esperan
a que Martín llegue para saludarlo, su madre llamándolos a la mesa,
a tomar una precaria merienda de mate cocido y galletitas de agua,
para ver los dibujitos, como Martín solía hacer cuando era más
pequeño y no debía trabajar para ayudar a su madre y hermanos.
La compasión
inunda a Martín, pronto entiende que su madre no ha sabido que
hacer, es muy humilde y sin un padre le es difícil, si bien ella se las
rebusca también, para salir adelante, la ayuda del niño es imprescindible.
Sus hermanos son pequeños y el malherido niño siente algo de pena,
sabe que mañana no podrá salir a trabajar, tampoco pasado ni el día
siguiente, su cuerpo no soporta el dolor, pero en ese estado de
calamidad puede hacerse algo de tiempo para pensar en los demás y recordar buenos momentos. Sus horas eternas de partidos con los chicos de su barrio,
cuando él era el pequeño y tenía la protección de su hogar y,
cómo olvidarla, la chica que le gusta, cuando era más pequeña
(ambos lo eran) y podía verla en los recreos caminar de un lado a
otro con sus amigas...qué gratos recuerdos.
Martín se esfuerza
para cambiar de posición, trata de esforzarse para ver hacía el
interior de su casa y lo logra, están todos reunidos tomando la
merienda, quizás esperándolo a que llegue, para acompañarlos. El
niño apoya su cabeza en el pasto, frío pasto que tantas veces ha
rozado su cuerpo al barrer al delantero del equipo rival, el cielo se
ha despejado, se ven las estrellas. Los recuerdos se repiten, uno
tras otro, una corta vida en algunos pocos segundos, el dolor se está
desvaneciendo, ya no siente las piernas quebradas, no se ve borroso,
de hecho, su vista es perfecta, puede ver las estrellas y las luces
de su calle, aun no encendidas, le brindan un espectáculo
privilegiado. Sus ojos se cierran, siente que se duerme, su último
pensamiento es que mañana no podrá salir a caminar durante nueve
horas para recibir desprecios y rechazos, pero algo de eso le da nostalgia...un sueño repentino lo ha abordado, es su abuela, es su
padre, es uno de sus primos que tanto extraña y ha representado
tanto en la vida de Martín...todos ahí, mirándolo, esperándolo,
Martín ha comprendido, todos lo hicieron con pena pero aceptación,
El joven de 11 años se ha ido.
Ese día no fue uno
más para Martín, fue su día. Los medios pronto se interesaron en
la noticia, le dieron una amplia cobertura, esto movilizó al
municipio, que pronto logró que su madre tuviera un mejor trabajo y
que sus hermanos no dejasen el colegio. La masividad del caso motivó
que los agresores fueran hallados, imputados, procesados y
condenados. La familia de Martín y muchos otras en la misma
situación, dejaron de ser ajenos para el derecho y extraños a su
alcance, comenzaron a ser propios, nuestros. Incluso la memoria del
niño quedará siempre merodeando a la ley, pues, irónicamente, su
propio final lo acerco al régimen legal que tantas veces existe, pero
ignora a muchas personas desposeídas. Lastima que no siempre se
llegue a tiempo.
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