sábado, 8 de octubre de 2016

SOCIEDADES DE ABOGADOS

    Aquellos que no integran el "establishment" jurídico, entendidos como quienes cuentan con una compleja estructura legal en forma de despacho -a veces con el mismo apellido- o ingresan a la cómoda y letárgica esfera judicial, tienen, como principal opción para vencer los obstáculos de la inexperiencia, la formación de una sociedad de jóvenes abogados. Pero esta forma de trabajar halla algunas complicaciones derivadas de su implementación práctica.

   Cabe entender que una sociedad es un conjunto de voluntades coincidentes dotadas de aportes materiales e inmateriales orientadas a un fin concreto, al menos eso nos han dicho, de forma más pomposa, en la universidad. Entonces, en la generalidad de los casos, una sociedad de abogados estará formada por dos o más profesionales que ofrecen su intelecto con un destino inequívoco: conseguir clientes, ganar dinero y poner a andar aquella famosa -y a veces esquiva- rueda de la rentabilidad.

   Lo que sucede es que en la teoría suena maravilloso. Algunos colegas, esperanzados por la fraternidad azuzada por años de charlas sobre parciales y discusiones jurídicas acaloradas, creen que llevar ese ritmo tan placentero al mundo laboral será simple. No es así. Párrafos atrás dije que, salvo contadas excepciones, el principal aporte que pueden hacer los socios será el mismo: su intelecto, su tiempo, su disciplina, dicho de otro modo, aportes inmateriales, pero de aquellos que no son susceptibles de apreciación pecuniaria.

   Si se tratara de otro tipo de sociedad, por ejemplo, una sociedad anónima, habrán varios socios. Uno de ellos suscribirá acciones por determinada porción del capital, otro por otro tanto y así, será el dinero o, en su caso, el aporte de bienes materiales o inmateriales registrables o no, el parámetro que decidirá el reparto de las utilidades que el negocio pueda generar. En cambio, en una sociedad netamente práctica de profesionales del derecho, la manera de decidir el destino de las ganancias es bastante más arbitrario. Esto último es lo que puede generar ciertos roces durante la relación.

   Si uno de los socios consigue un cliente pero el caso que ha traído es dominado con mayor habilidad por otro, entonces será éste quien lleve adelante la entrevista, comience una eventual negociación y redacte los escritos pertinentes para comenzar a andar la cuestión. Si se siguiera el eventual criterio de reparto dinerario basado en quién consiguió el contacto, entonces habría una palmaria injusticia. El socio que atendió el caso con mayor dedicación recibiría una suma de dinero estática, generalmente la mitad, pese a ser la condición "sine que non" para que la rentabilidad haya llegado al novel despacho. Si bien la capacidad de generar contactos es uno de esos bienes inmateriales que integra el valor llave de un estudio jurídico, no es menos cierto que la labor jurídica no se agota, ni siquiera comienza a manifestarse con puridad, con aquel elemento.

   Si hay una cierta paridad de conocimientos frente a un caso determinado o los socios se han puesto de acuerdo en trabajar a la par, aquí la cuestión se pone más escabrosa. Se requiere mucha coordinación, química diría, entre los socios, para que cada escrito no sea un dispendio de tiempo totalmente innecesario y el caso no adquiera la categoría de orgía de criterios eventualmente dispares. Deberían los socios repartir la redacción de escritos, fragmentar en distintos compartimientos el caso de tal modo que a cada uno le quepa una parte del trabajo lo más ecuánime posible en relación al otro. También se puede intentar lo que hice yo en mi disuelta sociedad, cometiendo un error garrafal. Cada socio redacta el mismo escrito, luego se coteja y se saca lo mejor de él para formar el definitivo. Es lo más improductivo que puede pensarse, si bien se gana en equivalencia de trabajo, se pierde tiempo...y el tiempo es dinero. He aquí el quid de la cuestión, hallar un punto intermedio entre el justo reparto de tareas y la productividad laboral.

   La principal recomendación que puedo realizar -y quizás la mejor-, siguiendo el consejo de una querida colega que tanto me ha ayudado en mis comienzos profesionales, es afrontar la sociedad de abogados como una "sociedad de gastos", como contrapartida a una formación jurídica destinada a repartir las ganancias que se hayan obtenido. Que un profesional aporte dinero para pagar parte del alquiler de una oficina, otro el teléfono e Internet, que se repartan los gastos para comprar resmas de papel, adquirir Cartas Documento, ofrecer alguna computadora, impresora y distintos enseres por demás valiosos. En relación a las ganancias, éstas habrán de repartirse según la suerte que cada profesional tenga en la captación del cliente, su trato y el abordaje general del asunto legal que le ha tocado en suerte.

   Otra manera quizás menos efectiva sea, finalmente, trabajar con un socio con el que se comparte el reparto de ganancias pero ser más laxos en los criterios rectores para su atribución. En el ejemplo dado párrafos atrás, si un colega se dedicó a aportar clientela y el otro tomó el caso y lo llevó casi en su totalidad, sería lógico que a este último le corresponda más dinero. Cada caso sería un mundo y habría una suerte de reparto "Ad Hoc",  o al efecto,  según las vicisitudes intrínsecas del mismo.

   Lo que he contado en esta entrada corresponde a una experiencia personal que, estoy seguro, se transmite a decenas de jóvenes profesionales en su andar cotidiano. Espero haya sido de utilidad.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario