Es realmente complejo hablar de violencia de género ignorando las múltiples expresiones sociales de conflicto. Si el conductor de un vehículo, al colisionar con otro o acometer a un transeúnte, es capaz de involucrarse en una riña encarnizada o cuando un vecino hiere de gravedad a otro, sin importar el motivo, se está en presencia de un fenómeno transversal. Su existencia es general y sus formas de manifestarse varían, no sólo en los ejemplos sino, y como elemento más importante, en las causas que los generan.
Aclarado lo anterior, partiendo de la premisa que la violencia de género es una expresión de conflictividad social, formando parte de ésta, conviene analizar el elemento causal que la caracteriza y distingue de otros tipos de manifestaciones de violencia.
La primera explicación puede encontrarse en la personalidad del victimario. Por supuesto, quedarse en eso es incurrir en una tautología. Cabe entonces precisar que la personalidad ha de moldearse, conformarse acaso, a la luz de las vivencias que un ser tiene en su desarrollo integral. Nadie es porque es sino por cómo ha vivido. No es difícil llegar a la conclusión que una persona que ha sufrido hechos de violencia, o los presenció, es más propensa a continuar la cadena. Es difícil imaginar a un violento que, fuera de una personalidad psicopática o un problema psiquiátrico que motive su accionar, se haya criado en un ámbito ajeno al daño a terceros. En cambio, quien si ha vivido sometido al dolor, al ultraje personal o de un integrante de su núcleo más cercano, tendrá más tendencias a manifestarse erróneamente en su trato social, sea por vía de acción o reacción. En el presente análisis, tendrá más posibilidades de agredir a una mujer.
La segunda explicación excede lo individual y se asienta en lo evolutivo. Durante milenios, la mujer ha sido subyugada al martillo del rol antropológico masculino de cazador y proveedor. Su rol era fundamental, pero secundario y sometido al poder físico del hombre que, mediante sus eventuales cualidades, ha de haber asegurado la supervivencia de ella y su prole. Por desgracia, en este caso, los avances sociales son mucho más rápidos que los biológicos. Pese a que no hasta hace poco tiempo la mujer en nuestro régimen Civil era incapaz de hecho (Conf. Código Civil de Vélez Sarsfield), los cambios producidos desde la década del 50 le han dado a la mujer una voz que no tenía. Pero sucede, si bien no es mi campo de conocimiento, que nuestro cerebro ha llegado a su conformación actual hace unos 10 mil años, cuando la vida era muy distinta y quizás era necesario un rol masculino dominante, pues ésa era la diferencia entre vivir o ser arrasado por los múltiples escollos de aquellos lejanos tiempos. Naturalmente los individuos, como seres gregarios, se han asentado en ciudades, han diluido aquellos peligros al mínimo y el cazador, hoy día, es un oficinista estresado por un regaño del jefe o una multa de tránsito o un obrero de la construcción que trabaja en negro. No necesitamos tanta testosterona o ver en una mujer a una presa digna de ser conquistada, sólo que nuestro cerebro, y en consecuencia nuestro organismo, puede aún no saberlo.
La tercera explicación es social. Pese a lo dicho en el párrafo anterior, es imposible desconocer que hay disparidad de casos de violencia de género según los países. Argentina no tiene la misma cantidad de agresiones mortales a mujeres que Arabia Saudita o Yemén, pero tampoco que la de Noruega, Suecia o Dinamarca. En los países escandinavos y sajones la conflictividad social, y por ende la violencia de género, son mucho menores. De aquí se desprende una importante premisa: las condiciones sociales y la personalidad pueden influir notoriamente en nuestro diagrama evolutivo bajo las condiciones/estímulos adecuados, sea de forma perjudicial o favorable a la paz general. La mejor explicación que encuentro a esto, sin pretender hacer un juicio de valor, es la influencia que la religión derrama en el sujeto colectivo. Los países musulmanes citados tienen extremas reglas de dominio sobre la mujer, las leyes islámicas más extremas castigan con lapidación a una mujer por ser infiel, no le permiten conducir (en Arabia Saudita) entre muchas restricciones. Gran parte de esas normas de conducta con fuerza legal provienen de la interpretación de sus mandatos religiosos. En nuestro país la religión imperante es el Catolicismo Apostólico Romano y, teniendo a mi alcance elementos que ejemplifiquen lo aquí expresado, puedo citar la carta del Apóstol San Pablo a Tito, un discípulo de origen pagano que se asentó en creta. De modo textual, según el nuevo testamento en el apartado dos relativo a "Enseñanza de la sana doctrina" expresa que las ancianas deben enseñar a las mujeres "A amar a sus maridos y a sus hijos, a ser prudentes, castas, cuidadosas de su casa, buenas, sujetas a sus maridos, para que la palabra de Dios no sea blasfemada". No hace falta mucha erudición para notar que lo resaltado demuestra que ciertas enseñanzas de nuestra religión predominante colocan a la mujer en un sitio de objeto. Un individuo por sí mismo nace con libre albedrío, no está "sujeto" a nadie, es capitán de su destino. Aquello que puede sujetarse a una persona, acaso ser absorbido por ésta última, es un objeto con una utilidad determinada, en el caso citado, tal utilidad es el mantenimiento del hogar y la unión familiar. Yo soy creyente, católico, pero no puedo soslayar que los países con menos conflictividad social, aquellos que forman el modelo de democracias occidentales y estado de bienestar casi inagotable, tienen los índices de ateísmo y agnosticismo más altos del mundo. No es objetivo de este breve análisis buscar estadísticas, pueden hacerlo por sí mismos, pero lo verán. Si acaso es un patrón explicativo, dependerá de la opinión de cada uno.
Las posibles causas de violencia no deben ser evaluadas de forma estática. Puede suceder que un agresor de género lo sea sólo por un rasgo psicopático de personalidad, circunstancia que no lo situaría en un rol patológico, pues la psicopatía no es considerada una enfermedad sino una característica del ser. En otras ocasiones, pueden confluir las causales enunciadas en mayor o menor medida, sea por una personalidad moldeada al calor de la violencia doméstica o que cierta porción de esa violencia responda al criterio antropológico respecto a la concepción de los géneros. En fin, la religión con su intención de reducir la conflictividad social, puede ir tallando la consciencia popular con algunos dogmas que no favorecen vínculos de género horizontales, basados en la mutua cooperación y respeto por el prójimo. Con la presente entrada pretendí enunciar algunas posibles causas, sin pretender agotarlas, de una manifestación de conflictividad social en la que vivimos día tras día y que en el caso de violencia contra las mujeres, alcanza extremos inusitados de desigualdad, odio y ensañamiento.